jueves, 30 de mayo de 2013


La ruptura definitiva entre González y Guerra

Aquellos que seguían más de cerca la política española de aquellos años quedaron sorprendidos cuando, tras vencer en las elecciones generales de 1989, Felipe González anunció que no introduciría cambios en el gobierno y que en consecuencia (o por consiguiente, que diría el interesado), todos los ministros eran mantenidos en sus puestos. Los que conocíamos las interioridades de la situación del gabinete quedamos todavía más confundidos. Existía un enfrentamiento, a veces latente, a veces abierto,  que se acentuó a lo largo del año siguiente a las elecciones de 1989, entre Guerra y sus partidarios y los que ya comenzaban a llamarse “ministros renovadores”. Entre estos últimos se encontraban Joaquín Almunia, Javier Solana y José Barrionuevo que luego y como ya vimos, manifestarían su apoyo a Leguina acudiendo al acto celebrado en el hotel Chamartín. A estos se unía el entonces secretario de estado Borrell que en la reunión citad pronunció un expresivo discurso en el que atacó la concepción del, partido mantenida por Guerra y sus partidarios[1]. Otros ministros contrarios al entonces vicepresidente eran Narcis Serra, Carlos Romero y sobre todo Carlos Solchaga, quien no se privaba de exteriorizar públicamente sus puntos de vista contrarios a Guerra[2].

A la salida de Guerra del gobierno ya me he referido en un capítulo anterior. Lo curioso del caso es que esta dimisión no fue seguida inmediatamente por un cambio de gobierno. Este se retrasó unas semanas y tuvo lugar en el momento en que el recién dimitido/cesado Guerra se encontraba nada menos que en Australia asistiendo a una reunión internacional de socialistas. Que Felipe González eligiese un momento en el que su hasta entonces segundo se encontraba exactamente en las antípodas, puede ser un hecho casual. De todos modos no deja de ser significativo y esa lejanía de Guerra jugó un papel determinante en las decisiones que tomaron algunas de las personas que protagonizaron la formación del nuevo gobierno.

González planteó una remodelación de su gobierno que puede ser considerada como una transición a la espera de cambios más profundos. Salieron del gabinete cuatro de los ministros opuestos a Guerra: Almunia, Barrionuevo, Romero y Semprún. Los ministros más afines a Guerra se mantuvieron en sus puestos y en compensación, Solchaga continuaba con la cartera de Economía y el renovador Serra fue ascendido a vicepresidente ocupando así la plaza dejada vacante por Guerra. En esta línea de equilibrios, González ofreció a Benegas una nueva cartera que recogería las competencias del Ministerio para las Administraciones Públicas que Almunia dejaba vacante y las del Ministerio de la Presidencia, cuyo titular el guerrista  Virgilio Zapatero pasaba a Justicia de donde Múgica era desplazado al Ministerio de Cultura dejado libre por el impulsivo Semprún. El Ministro de Obras Públicas Sáez Cosculluela, también guerrista dejaba su puesto a José Borrell, quien por fin veía cumplirse sus ambiciones ministeriales y además al frente de un potente departamento que absorbía las competencias en materia de transportes y comunicaciones dejadas libres por la marcha de Barrionuevo.

La solución a la crisis reflejaba un cuidadoso juego de contrapesos y de intentos de atraer a las filas de la renovación a personas hasta entonces identificadas con Guerra. En esto se veía la mano de Narcís Serra, siempre cauteloso a la hora de dar pasos adelante y de Javier Solana cuyo gusto por las componendas  y deseo de contentar a todo el mundo era bien conocido. Ambos coincidían con la forma de hacer de Felipe González, que nunca ha sido demasiado partidario de soluciones radicales a la hora de resolver las crisis.

Todo aquel fino planteamiento con el que se pensaba tranquilizar a unos y a otros se vino abajo cuando Benegas comunicó a sus amigos Guillermo Galeote y Roberto Dorado la oferta  que le había hecho González a la vez que les ponía al corriente de la composición completa del previsto nuevo gobierno. A la vista del panorama decidieron ponerse en contacto con Australia para que Alfonso Guerra les orientase sobre como responder a las ofertas del Presidente del Gobierno. Cuando Guerra se enteró de que Solchaga continuaba en Economía, y que además Serra era ascendido a vicepresidente su actitud fue totalmente contraria a la entrada de Benegas en el gobierno. En eso coincidía con  Galeote y Dorado, que además pensaban que si aquella se producía, Benegas terminaría por caer bajo la influencia de Felipe González y se apartaría de la estela del guerrismo. Después de una larga conversación telefónica con el distante vicesecretario, Benegas tomó la decisión de rechazar la oferta que se le había hecho, y en consecuencia quedó fuera del gobierno. Según ha dicho algún tiempo después el propio Txiki, esta actuación le resultó nefasta para su futura carrera política. Es preciso reconocer que el político vasco se portó con gran lealtad hacia Guerra, actitud por la que este le estaría siempre agradecido.

Para salir del engorro en que le situaba su negativa, Benegas propuso a González la incorporación al gobierno de Juan Manuel Eguiagaray, que en aquellos momentos era vocal de la Comisión Ejecutiva a las órdenes de Benegas. El presidente decidió aceptar esta sugerencia aunque manteniendo la estructura de los departamentos tal como estaba. Así pues continuaron separados los ministerios de Presidencia, donde continuó Zapatero y de Administraciones Públicas donde se incorporó Eguiagaray. Para la cartera de justicia recuperó a Tomás de la Cuadra que hasta ese momento ocupaba la presidencia del Consejo de Estado.

Respecto a la cartera de Cultura, los planes de Felipe González se vieron alterados por la conducta de Enrique Múgica. Según parece, éste último reaccionó con gran enojo cuando el presidente le comunicó su cese en la cartera de Justicia. Ante este panorama, González renunció a ofrecerle Cultura y para cubrir la inesperada vacante recurrió a Jordi Solé Tura.

El resultado de la crisis significó el fin de la influencia de Alfonso Guerra en el gobierno, que había alcanzado su punto más alto en la remodelación de 1986. Aunque permanecieron en el gabinete personas cercanas a sus posiciones, lo hicieron en puestos de escasa relevancia y fuera de los principales ámbitos de decisión. Sin embargo dentro del partido las cosas eran completamente distintas[3]. La comisión ejecutiva surgida del congreso anterior parecía firmemente alineada tras Guerra. Aunque como luego veremos, bastantes de sus miembros fueron evolucionando hacia las posiciones de Felipe González.

Yo, como otros muchos, siempre había considerado que la salida de Guerra del gobierno tendría efectos nefastos para la estabilidad del PSOE, y los hechos vinieron a darnos la razón. Con el vicesecretario general en Ferraz controlando los resortes orgánicos se produjo la aparición de un foco de poder alternativo en torno al que procedieron a asociarse todos aquellos que mantenían discrepancias con la labor gubernamental o simplemente se sentían desplazados de la misma.

Sorprendentemente, uno de los centros de influencia que Guerra poseía dentro del gobierno se mantuvo intacto. Roberto Dorado fue mantenido en su puesto de Director del gabinete del Presidente del Gobierno. Mucha gente, incluido yo mismo, no entendió en aquel momento la razón de tal permanencia. Pudiera ser que se hiciese para no dar la impresión de que era Guerra y no González quien controlaba los resortes políticos dentro del palacio de la Moncloa. El hecho es que Dorado, que siempre fue un magnífico profesional, procuró compaginar como pudo las dos lealtades a las que se sentía obligado, lo que en ocasiones debió de producirle no pocos quebraderos de cabeza.

Así las cosas, en Junio de 1991 aparecieron en la prensa las primeras noticias en relación con lo que se llamó el “caso Filesa”. El nombre del asunto procedía del de una sociedad a la que un empleado, despedido de ella, señalo como parte del entramado de financiación del partido socialista. Sobre este asunto y otros parecidos se han escrito numerosos reportajes, artículos  e incluso libros. Lo mismo ocurre respecto a la financiación irregular de los partidos políticos. Por tanto mis comentarios aportarían poco o nada nuevo al respecto. Baste con decir que tengo la convicción de que España no ha sido demasiado diferente a otros países europeos en cuanto al modo en que se han financiado los partidos políticos.  Aquí, hasta la aprobación de la ley que reguló su financiación cada partido buscó los medios necesarios como Dios le dio a entender y todo el mundo lo aceptó de manera más o menos velada. Sin embargo la aparición del asunto Filesa supuso un cambio sustancial en el panorama. El Partido Popular se lanzó en tromba sobre esta cuestión con harta temeridad porque entre sus filas no tardaron en surgir escándalos parecidos. Pero el hecho de encontrarse entonces en  la oposición facilitó que el  PP se exculpase a sí mismo de sus propios pecados y se lanzase a exigir graves penitencias para sus adversarios, llegando al extremo de personarse como parte acusador en los procesos judiciales que se abrieron.

A todo esto Guerra continuaba manteniendo una estrecha relación con las organizaciones del Partido Socialista, rodeado de partidarios ante los que dejaba traslucir su sentimiento de haberse sentido engañado por González en la última crisis de gobierno. El ofendido vicesecretario explicaba a todo el que quisiera escucharle que su salida de la vicepresidencia debería haber sido compensada con el cese de Carlos Solchaga, y que por el contrario este último había permanecido e incluso se había visto reforzado. Según alguno de los que asistió a estas reuniones, Guerra insistía en que Felipe le había dejado ver que estaba dispuesto a desprenderse del ministro navarro. De aquí venían pues sus quejas y su dolor por considerarse traicionado.

Uno de los grupos que mantenían contactos con Guerra era el que, en la federación madrileña se aglutinaba en torno a José Acosta. Como ya he señalado en otro lugar, estos compañeros habían comenzado a cuestionar seriamente mi actuación como secretario general de la FSM. Entendían que yo era demasiado condescendiente con Leguina, con quien seguían en profundo desacuerdo. Mi posición se resumía en asegurar al gobierno de la comunidad autónoma la estabilidad política suficiente par que pudiese realizar su programa. Yo nunca entendí demasiado bien las pretensiones de los partidarios de Acosta aunque en algún momento llegué a comprender que manejaban la idea de separar a Leguina de la presidencia sustituyéndolo por otro diputado. Incluso en alguna ocasión se filtró a la prensa mi nombre para ese propósito. A la vista de cómo iban evolucionando los acontecimientos, decidí mantener una entrevista con Acosta donde le hice ver lo absurdo de tal pretensión y mi nula disposición a entrar en aquel juego. Le explique que, como el muy bien conocía, yo había llegado en su momento a un acuerdo con Leguina, y entendía que este último estaba cumpliendo adecuadamente su parte, de modo que mi comportamiento iría en idéntico sentido. Acosta es, o era, una persona de carácter algo fuerte y dado a la irritación y a elevar la voz más de lo conveniente. De todo ello hubo en aquella conversación y en unos términos que a mí me parecieron inaceptables. A partir de aquel momento mi ruptura con el presidente de la federación resultó inevitable.

En una de las reuniones de Acosta con Guerra, a la que asistían otras personas, se habló de mi actuación como secretario general de la FSM y de la necesidad de sustituirme, ya que no parecía  que yo con mi conducta respondiese a lo que Acosta y su gente habían esperado de mí, principalmente en lo que tenía que ver con echar a Leguina de su presidencia. Según contó después alguno de los asistentes, el vicesecretario  se ofreció a ayudarles en aquel propósito. Como suele suceder en este tipo de encuentros, la reunión y sus contenidos se filtraron a los medios de comunicación, entonces siempre atentos a los movimientos internos del PSOE. Entre lo publicado aparecieron también las críticas de Guerra contra González.

Todo aquello resultó demasiado para mi capacidad de aguante y decidí poner el asunto en manos de la dirección federal del partido que, dadas las circunstancias, no podía estar representada más que por el propio secretario general. Además inicié una serie de contactos con el fin de tantear mis apoyos en la FSM. El objetivo consistía en asegurarme de disponer de una mayoría suficiente  para continuar en mi puesto o en caso contrario proceder a dimitir. No era un asunto menor el que el presidente de mi federación se dedicase a conspirar contra mi nada menos que con el vicesecretario general del partido.

Me entrevisté con Felipe González y le puse al corriente de la situación y de mis intenciones de someterme a una moción de confianza en el Comité Regional de la FSM[4] . Mis intenciones le parecieron correctas, pero lo más significativo de la reunión fue la impresión que obtuve de que las cosas marchaban francamente mal entre González y Guerra.

Reforzado por mi visita, continué con mis planes. Gané por amplia mayoría la moción de confianza ante el Comité Regional. Aquello supuso innumerables tensiones que no es oportuno recordar ya que no pertenecen a la parte más brillante de la actividad política. Superada por el momento la situación me integré plenamente en el campo de los ya entonces llamados renovadores, donde pasé a realizar una actividad febril a la que dedicaba la mayor parte de mi tiempo y energías. Los llamados renovadores eran en realidad un conjunto bastante heterogéneo de personas unidas únicamente por su total identificación con González. Los había que llevaban tiempo enfrentados a Guerra y otros, que como yo acababan de incorporarse a esta tarea[5] . La más significativa de las incorporaciones a la renovación fue la de José Bono, que arrastró consigo a toda la federación de Castilla la Mancha. También en Andalucía comenzaban a cambiar las posiciones creando abundantes dificultades al secretario general de entonces Carlos Sanjuan, hombre de absoluta fidelidad a Guerra, quien le había colocado en el puesto en sustitución de Rodríguez de la Borbolla. Por supuesto que este último se unió con entusiasmo a la operación contra su viejo adversario.

La diversidad de orígenes dentro de los renovadores así como algunas diferencias tácticas respecto a como llevar adelante la tarea de derrotar a Guerra hicieron difícil que la operación disfrutara de demasiada coherencia y se echó en falta desde el principio a una persona dotada de la suficiente visión y autoridad para marcar una estrategia común. Esta persona no podía ser el propio González. Entonces se pensaba que a este último había que darle el trabajo hecho, de modo que su posición como presidente del gobierno no se viera comprometida por su implicación directa en los entresijos de la política partidaria. Se trataba en suma de preservar su imagen ante los electores a quienes  no atrae en absoluto los espectáculos de lucha interna de los partidos.

La persona quizá mejor situada en aquel momento para liderar la renovación era José Bono. Tenía en su contra un pasado guerrista que hacía que algunos contemplaran sus movimientos con desconfianza. A pesar de ello intentó desde el primer momento tomar la iniciativa. Estableció frecuentes contactos con Narcís Serra y procedió a convocar a los más destacados renovadores a reuniones en Toledo tomando como pretexto todo tipo de acontecimientos. Particularmente interesante resultó un encuentro al que fuimos citados a comienzos de 1992 con el propósito de apoyar la candidatura de Raimón Obiols a la presidencia de la Generalidad de Cataluña. La pertinencia de realizar aquel acto en Toledo podía ser puesta en duda con alguna razón. Resultaba más que evidente que el propósito de Bono iba algo más lejos de lo expresado en las invitaciones oficiales al acto. Se trataba de hacer una demostración de la fuerza con que los renovadores contaban en ese momento, además de ofrecer una plataforma de apoyo interno al vicepresidente Serra cuyos apoyos fuera de Cataluña eran escasos y que además sufría los duros empellones que los guerristas le proporcionaban desde Ferraz. Sirvió también la convocatoria para hacer oficial ante la opinión pública el distanciamiento definitivo entre Guerra y Bono.

Una de las actuaciones que me correspondió realizar como militante del grupo renovador consistió en tratar de convencer al entonces poderoso Joan Lerma, que mantenía una actitud algo ambigua, para que se uniese a nosotros. Esta tarea me fue encomendada en el transcurso de una cena convocada por Joaquín Leguina y que consistió en una especie de estado mayor de renovadores. Asistimos además del convocador y yo mismo, Javier Solana, Joaquín Almunia, Narcís Serra y José Mª Maravall. De allí salí yo con el encargo de trasladarme a Valencia y entrevistarme con Lerma. Se trataba de persuadir a este último de que Felipe González nos apoyaba y que por tanto la federación valenciana debería alinearse con nuestras posiciones.

El entonces presidente de la Generalidad Valenciana me recibió con la simpatía que siempre me manifestaba y me invitó a comer en su despacho. Lo agradable del encuentro no se tradujo en resultados prácticos. Después de algunos circunloquios  Lerma vino a decirme que el se mantendría a la expectativa, y que si Felipe González deseaba su concurso, le gustaría que se lo pidiese personalmente. Creí también deducir de sus palabras una cierta reticencia a embarcarse en lo que él consideraba una “operación de Pepe Bono” con quien entonces mantenía algunos contenciosos institucionales por causa de trasvases y carreteras. Así pues, el viaje a Valencia resultó agradable pero sin ningún resultado aparente. La impresión que trasmití a mi vuelta fue más bien negativa aunque visto con perspectiva, mi gestión debió surtir algún efecto, ya que un año después Lerma, sin duda movido por el propio González, se alineó abiertamente frente a Alfonso Guerra.
La actuación de las  personas bajo la influencia de Lerma resultó decisiva en alguno de los momentos culminantes del enfrentamiento entre Guerra y González.

Este último no se  sentía a gusto en el trabajo cotidiano con la comisión ejecutiva surgida del congreso anterior en la que predominaban los partidarios de Guerra. Aunque algunos de sus componentes ya habían evolucionado hacia las posturas del secretario general, tal era el caso de Cercas, Paramio y Bono, el grueso de los responsables de área continuaban fieles al vicesecretario. Así pues González decidió buscar un ámbito de dirección política en el que las posturas no le fueran tan adversas. Para ello recurrió a reunirse periódicamente con los secretarios generales de las distintas federaciones. En principio no estaba previsto que asistiesen otros miembros de la comisión ejecutiva federal, aparte del propio González, pero al final y supongo que por rebajar las tensiones que se crearon, Felipe consintió en la asistencia de los responsables de área, que le eran todos adversos excepto Cercas y Paramio.

En la primera de aquellas reuniones se abrió un turno de palabra en el que intervinimos diferentes secretarios generales. Yo, con el grado de imprudencia que entonces me caracterizaba, me lancé a exponer un análisis muy crítico de las posturas que en ese momento sostenía la mayoría de la comisión ejecutiva, es decir de las posiciones de Guerra. Entre otras cosas refute con cierto apasionamiento una de las tesis favoritas del vicesecretario en aquellos días y que consistía en afirmar la existencia de una conspiración organizada por el grupo de comunicación Prisa y por la gran banca (eso decía Guerra) dirigida a derechizar el PSOE por el procedimiento de desestabilizar sus órganos de dirección. Aunque a estas alturas ya se ha visto de todo en materia de operaciones organizadas desde grupos de comunicación, sigo profundamente convencido de que Guerra se equivocaba. Años después tuvimos los socialistas ocasión de sufrir ese tipo de acoso y de un origen bien diferente al que entonces se apuntaba desde el guerrismo. Mi intervención mereció enérgicos cabezazos negativos de Alfonso, que como todo el mundo sabe no suele ser económico con sus gestos. Sus partidarios me aludieron en sus intervenciones en términos algo ácidos y me di cuenta de que para ellos era uno de los principales adversarios a batir.

Paralelamente a los movimientos renovadores aparecieron otras iniciativas que, como suele ocurrir en los partidos cuando se desencadenan conflictos internos, trataron de colocarse en una posición intermedia con el propósito de generar un ambiente, como suele llamarse, de integración. Lo cierto es que quienes forman parte de este tipo de movimientos suelen ser gentes prudentes y algo calculadoras que intentan alzarse hasta posiciones de poder por la circunstancia de ser los que menor rechazo provocan en ambas partes. Uno de los más famosos de estos intentos fue el llamado “grupo de las Navas” porque celebraban sus reuniones en las Navas del Marqués. El desarrollo posterior de los acontecimientos posteriores llevó a los participantes en este intento a posicionarse abiertamente en uno u otro bando.

Las consecuencias del asunto Filesa iban también a afectar al clima interno en el partido. Las prácticas de financiación irregulares que pudieran haber existido eran criticadas sin disimulo por los renovadores que les achacaban, entre otros males, efectos perversos para la democracia interna del partido. Esta tesis fue expuesta en diferentes artículos periodísticos, de los cuales el más famoso resultó uno escrito por Joaquín Leguina, quien venía a sostener que los fondos incontrolados se utilizaban por algunos para financiar rebeliones internas contra aquellos líderes que resultaban incómodos para la línea oficial. Este debate contribuyó a enconar las discusiones internas. Las cosas llegaron al límite cuando en la primavera de 1993, el secretario de organización Benegas hizo pública una carta dirigida a Felipe González en la que le anunciaba su intención de dimitir de su puesto ante lo que el consideraba acoso por parte de los que él denominó “renovadores de la nada”. Se quejaba también Benegas de lo que para el eran intentos por parte de algunos compañeros de cargar las responsabilidades del asunto Filesa solamente sobre una parte de la comisión ejecutiva, precisamente aquella en la que el militaba junto a los demás partidarios de Guerra.

Por otro lado Guerra se sentía cada vez más libre a la hora de analizar críticamente la labor del gobierno. Según él, el Ejecutivo estaba practicando una política que se deslizaba demasiado hacia posiciones derechistas y de este giro culpaba de manera directa a Carlos Solchaga y de modo más solapado al propio Felipe González. Estas actitudes, unidas a la crisis que provocó la carta de Benegas, debieron agotar la paciencia de González. En la primavera de 1993 era ya evidente que la situación no podría prolongarse por más tiempo ya que las tensiones comenzaban a afectar la eficacia de la acción de gobierno.

El secretario general del PSOE convocó una reunión de “notables” a la que asistieron partidarios de Guerra, renovadores y alguno de los del citado “grupo de las Navas”, a los que la prensa llamaba “integradores”. En las discusiones no se llegó a acuerdo alguno manteniéndose todo el mundo en sus posturas iniciales, aunque hay que reconocer que algunos como Chaves o Corcuera intentaron con insistencia evitar la ruptura. Esta quedó simplemente aplazada, pero el Presidente del gobierno a la vista del cariz que tomaban los acontecimientos decidió adelantar en unos meses las elecciones generales. Seguramente González pensaría que el clima de confrontación electoral frente al Partido Popular, entonces en alza, contribuiría a mitigar las tensiones internas. Quizá estuviera en su ánimo la idea de que un nuevo triunfo en las urnas alejaría las críticas que desde dentro del partido comenzaban a realizarse contra la política económica dirigida por Solchaga. Por último quedaría con las manos más libres para configurar un nuevo equipo de gobierno más homogéneo y menos influido por las tensiones partidarias. De todos modos Felipe González no es persona que deje traslucir  sus intenciones así que no me atrevo a ser demasiado categórico sobre cuales fueran sus propósitos a la hora de proponer al Rey la disolución de las Cámaras.

La convocatoria anticipada de elecciones representó el punto de ruptura sin retorno de las relaciones entre Guerra y González. Hasta entonces todas las decisiones de esa naturaleza se habían tomado de común acuerdo entre ambos dirigentes. De hecho, como ya hemos tenido ocasión de ver en otros capítulos, era Guerra quien solía encargarse de analizar los puntos a favor y en contra de cada convocatoria electoral y presentaba estos estudios a González que se basaba habitualmente en ellos para tomar su decisión: Esta vez fue totalmente distinto y los asesoramientos, si es que los hubo, le vinieron al Presidente de otras fuentes muy lejanas a Guerra. 






[1] Como un ejemplo más de lo tornadizo de la política, años después Borrell recibiría el entusiasta apoyo de los guerristas en su disputa electoral interna con Almunia por la secretaria general del PSOE
[2] Un caso singular de enfrentamiento era el de Jorge Semprún. Este antagonismo no tenía efectos políticos internos porque el entonces ministro de cultura no era militante del PSOE, pero resultaba muy llamativo para la opinión pública, ya que Semprún concedía entrevistas periodísticas con declaraciones abiertamente contrarias a Guerra
[3] En estos menesteres Aznar aprendió bien la lección. Por ello cuando la actuación de Álvarez Cascos le resultó incomoda, comenzó por eliminarle de su posición de poder dentro del partido manteniéndolo en el gobierno. Sustituir un ministro le es más fácil al jefe de gobierno que alterar los equilibrios dentro del partido
[4] Para quien no esté muy versado en las complicadas estructuras internas del PSOE, aclararé que el comité regional de una federación es el órgano que controla a la respectiva comisión ejecutiva. Haciendo una analogía, puede decirse que se trata de una especie de parlamento interno elegido por  los afiliados.    

lunes, 27 de mayo de 2013


SOBRE DESVIACIONES EN COSTES Y PLAZOS

No hay día en que no encontremos en la prensa, general o especializada, alguna noticia que nos informa de las desviaciones que en plazo y en precios se han producido en este o aquel proyecto, bien sea de infraestructuras de transporte o de cualquier otra clase.

En el fondo las desviaciones de plazo se traducen también en desviaciones de coste a través  de los mecanismos de revisión de precios o las reclamaciones que las empresas realizan para cubrir presuntos gastos de estructura ocasionados por el retraso de las obras. Pero además, las desviaciones en los plazos originan el retraso de la puesta en servicio, lo cual causa un perjuicio evidente al interés general que ha justificado la inversión.

Aun teniendo las desviaciones de costes y plazos un carácter bien extendido, ello no significa que no se conozcan sus causa y que no puedan establecerse algunos remedios para las mismas.

En primer lugar nos centraremos en el documento que fija la base de comparación de costes y plazos, es decir en el proyecto constructivo. Si el proyecto fija unos costes y unos plazos erróneos, cualquier desviación que se produzca no será fruto de la mala gestión, sino antes al contrario, el efecto de la corrección de los defectos del proyecto para hacer que la obra cumpla con sus funciones.

Es España los proyectista calculan, en general, los presupuestos y los plazos de una obra de manera determinista. Es decir proporcionan unas cifras sin ninguna referencia a la probabilidad de su cumplimiento real, o lo que es lo mismo dando por supuesto de que su probabilidad de acierto es el 100%. Es decir los números son esos y no otros, y cualquier desviación debería, y de hecho lo es, ser considerada como un error.

Por otra parte las cifras que se fijan el proyecto de forma determinista, corresponden en general  a una situación en que todo funciona según lo previsto sin que quepa la posibilidad de que aparezcan circunstancias imprevistas que afecten ni al plazo ni al precio.

Estos planteamientos están ampliamente superados por aquellas  Administraciones que desean tener un conocimiento realista de costes y plazos, para lo cual obligan a que los proyectistas planteen su trabajo de una forma probabilista de modo que las cifras que ofrezcan se encuentren ligadas a un cierto nivel de probabilidad, estableciendo una relación entre las cifras y su nivel de probabilidad de cumplimiento, de modo que el responsable administrativo del proyecto pueda elegir los niveles de riesgo de sobrecoste y de retrasos que desee asumir.

Esta forma de ver las cosas obliga a que los proyectistas realicen un cuidadosa análisis de los riesgos que pueden presentarse a lo largo de la ejecución del proyecto, fijando unos niveles de probabilidad de su aparición y estableciendo como afecta cada uno de ellos al resultado final.

Esto además de aumentar la calidad del proyecto, porque obligaría a estudiar cuidadosamente las circunstancias de la obra,  supondría una salvaguarda para el proyectista que habría puesto sobre aviso de las circunstancias que pudieran darse y afectar a la ejecución de las obras. Este análisis serviría también para evaluar los correspondientes procedimientos constructivos de modo que pudiera optarse por unos o por otros en función de los riesgos que quisiera asumirse, así como el correspondiente trade off entre coste y seguridad de obtener un  determinado resultado.

La segunda de las fuerzas que operan para influir negativamente en plazos y costes son sin duda, las presiones políticas. La creencia generalizada en que la inauguración de nuevas infraestructuras tiene un efecto electoral beneficioso para quien la efectúa, lleva a forzar los plazos para acompasarlos a las circunstancias electorales.

Esta influencia aparece en dos sentidos, primero forzando a los proyectistas a ofrecer unos plazos muy ajustados, suponiendo que todo va a salir de acuerdo con lo previsto,  y segundo, forzando el inicio de las obras sin tener resuelto el problema de la disponibilidad de los terrenos a lo largo de todo su trazado, en el convencimiento de que las cosas se irán solucionando a su tiempo de modo casi milagroso.

Este tipo de actuación tiene un efecto evidente sobre los costes. Como los plazos anunciados son fugaces y las circunstancias a veces no responden al optimismo inicial, se trata de forzar la terminación de la obra a base de incentivar económicamente al contratista de la obra para que establezca, por ejemplo, tres turnos diarios, cosa que este hace encantado pasando después, claro está, la correspondiente factura, que no se discute demasiado porque cualquier discusión puede suponer la paralización de la obra y no inaugurar a tiempo de las elecciones.

Otro elemento de desviación de costes y plazos radica en el escaso tiempo que se dedica en España a la información pública sobre trazados y características de la infraestructura. En un mes es prácticamente imposible conocer o tener en cuenta las opiniones de todos los afectados por las obras. Por otra parte al incidir en las obras más de una Administración, el cambio de color político de alguna de ellas  puede significar la puesta en cuestión de una solución que se había acordado con la anterior, comenzando un juego de presiones y contrapresiones, al cual colaboran encantados los medios de comunicación locales, que lleva a cambios de trazado o a elección de nuevas soluciones que retrasan y encarecen las obras. Por supuesto que el adjudicatario de la obra contempla todo este proceso con el mayor interés porque sabe que los modificados que pudieran surgir, constituyen una magnífica ocasión para compensar las bajas de la oferta o para mejorar el resultado de la obra mediante las correspondientes reclamaciones.

Lo curioso de este proceso político es que, cuando la obra se termina, muchos de los que critican su desviación en plazo y en costes no recuerdan en absoluto haber sido los causantes de la situación por los cambios que exigieron en su día.

En una próxima entrega se plantearán algunas propuestas para tratar de mejorar las situaciones que aquí de describen

jueves, 16 de mayo de 2013


BREVES COMENTARIOS SOBRE EL INFORME TREN 2020

Paso a realizar algunos breves comentarios sobre el Informe Tren 2020 realizado por CCOO, Green Peace, WWF,  PTP. 

El informe completo se puede encontrar en:  http://transportpublic.org/component/content/article/61-general/1261-tren-2020-propuesta-ferroviaria-para-una-nueva-realidad.

Leo el informe con interés y con agrado, ambas cosas necesarias para terminarlo,  porque entre análisis y datos tiene más de 600 páginas. Una vez asimilado, mi primera reacción es felicitar a los autores del trabajo por lo exhaustivo del mismo y por el rigor con que han querido tratar el asunto, propósito que han logrado la mayoría de las veces.

Mi comentario de hoy se va a centrar en exponer lo que en mi opinión son los puntos fuertes del estudio y aquellos que no lo son tanto. A pesar de ellos, el trabajo constituye una herramienta del mayor interés para el debate sobre el futuro del ferrocarril en España

Puntos fuertes
Entre los aciertos del Informe cabe destacar:

  • Considerar como objetivo de la planificación del transporte la consecución de la sostenibilidad ambiental, con un objetivo global de reducción de emisiones
  • Señalar con claridad que lo que importa a la hora de planificar infraestructuras de transporte son los servicios que se presten sobre la misma y no la construcción de infraestructuras como un fin en sí mismo
  • Diagnosticar con acierto las causas que han llevado a la desatinada propuesta de un AVE sobre infraestructura de ancho UIC , 25KV y vía doble con trazados para velocidades de 300 km/h, para cada capital de provincia
  • Resaltar la importancia de la centralidad de las estaciones a la hora de atraer demanda hacia el ferrocarril
  • Poner en valor los viajes con transbordo apoyándose en la implantación del horario cadenciado integrado
  • Presentar una recopilación de estudios sobre el consumo energético de los diferentes modos de transporte
  • Realización de un estudio exhaustivo sobre los actuales servicios de Renfe, así como de la accesibilidad a las diferentes estaciones.
  • Planteamiento racional y realista de las nuevas inversiones en infraestructura  para soportar los servicios que se pretende prestar y sus características de tiempos de viaje y frecuencias, pero también tratando de aprovechar al máximo las inversiones realizadas
Asuntos a debatir:
Algunas cuestiones requieren quizá de un debate que pudiera mejorar las conclusiones del Informe 

  • El tratamiento que se da a la demanda potencial, planteando como proxy el número de habitantes por kilómetro de línea. En esta materia me permito sugerir como más útil el método usado por INECO en alguno de sus informes, es decir, partir del total de la movilidad motorizada entre el origen y el destino y fijar un objetivo de cuota modal para el ferrocarril, analizando las características de la oferta para cubrir esa cuota
  • No se explicita ningún criterio de sostenibilidad económica para valorar el mantenimiento de determinados servicios. Se asume que las medidas propuestas darán lugar a unas subvenciones por Obligación de Servicio Público que serán automáticamente sostenibles presupuestariamente.
  • Tampoco se trata a fondo el problema de la financiación del Administrador de Infraestructuras, aunque sí se menciona el desequilibrio del ferrocarril frente a otros modos, principalmente en el caso del transporte de mercancías
  • No toma ninguna postura respecto a la liberalización del mercado de pasajeros que ,independientemente de lo que pueda decidirse en España, el 4º Paquete ferroviario de la UE fija para  final de 2019
  • Tampoco he encontrado una postura definida sobre el hecho de que las Comunidades Autónomas puedan ser, para los servicios de su competencia, la "Autoridad competente" a que se refiere el Reglamento UE 1370/2007
Conclusión

Se trata de un trabajo serio y bien realizado que constituye una base más que válida para un debate sobre el futuro del ferrocarril. Acierta por completo en los diagnósticos, pero en cuanto las soluciones parece algo condicionado por el deseo de no profundizar en cuestiones que pudieran romper el consenso entre los diferentes patrocinadores del Informe 

lunes, 6 de mayo de 2013


Una reforma siempre pendiente: La Administración Pública

En el programa de gobierno de 1982 ocupaban lugar destacado las propuestas para mejorar el funcionamiento de la Administración Española. Ello era así por diferentes razones: la fundamental consistía en el hecho de que los socialistas nos proponíamos incrementar el número y la calidad de los servicios prestados desde el sector público, con el fin de implantar en España un estado del bienestar que otros países europeos habían desarrollado en años anteriores. Para ello habría que incrementar el gasto público y era necesario disponer de una organización capaz de gestionar estos recursos e integrada por unos funcionarios que actuasen con eficacia.

Por otro lado nuestro futuro ingreso en la Comunidad Europea obligaba a disponer de una función pública que estuviese a la altura de las de los demás países,  tanto en el momento de cerrar las negociaciones de adhesión como posteriormente cuando nos correspondiera trabajar como un miembro más de la Comunidad. Por ultimo, los ciudadanos tenían la percepción de que la Administración Española funcionaba mal, no confiaban en ella y había un acuerdo casi unánime acerca de que era necesario cambiar este estado de cosas.

Cuando llegamos al gobierno se encargó al equipo formado por Javier Moscoso y Francisco Ramos  la tarea de proceder a poner en práctica los programas necesarios para mejorar los grados de eficacia y eficiencia de las diferentes organizaciones públicas. En aquellos momentos no había experiencias de otros países donde inspirarse a la hora de plantear los cambios. Las ideas fuerza que dirigieron las reformas de los años sesenta se habían agotado y todavía no habían surgido las corrientes posteriores en torno a la “nueva gestión pública”. No había pues un cuerpo de doctrina disponible. El equipo de Moscoso y Ramos optó por la profundización en los conceptos que se venían manejando en los años anteriores entre los expertos españoles, principalmente miembros del Cuerpo Superior de Técnicos de la Administración Pública,  y que no se habían puesto en práctica por falta de las condiciones políticas adecuadas. Entre estos proyectos estaba el dirigido a lograr un régimen de personal lo mas uniforme posible para todos los funcionarios, acabando así con las diferencias de trato que recibían los llamados Cuerpos Especiales y que se entendían como injustificados privilegios.

Quiero aclarar que intentaré simplificar todo lo posible las inevitables excursiones  técnicas que tendré que realizar por el terreno siempre árido de la función pública. Para quien no esté particularmente informado sobre este asunto solo indicaré que los cuerpos especiales habían dirigido tradicionalmente la Administración Española, sobre todo en la época del franquismo en donde la ausencia de  libertades democráticas y de partidos políticos los convirtió en los auténticos dueños de ministerios y organismos. Tenían puestos reservados para sus miembros y fijaban y controlaban sus propias condiciones de trabajo. Con la llegada del régimen democrático perdieron mucho de su antiguo poder, pero en 1982 seguían conservando esta capacidad de autorregulación a que me he referido.

Parecía razonable poner en pie un sistema de función pública que hiciese posible que los elegidos por los ciudadanos pudieran dirigir efectivamente las organizaciones públicas. Del mismo modo era preciso implantar un régimen de incompatibilidades que impidiese el disfrute de más de un puesto con cargo a los presupuestos  y el desempeño simultáneo de actividades  que permitiesen aprovechar para beneficio privado la condición de servidor público.

Todo esto parecía muy puesto en razón, pero tropezó desde el principio con algunas dificultades, las más de las cuales procedentes del Ministerio de Economía y Hacienda cuyo alto personal no parecía muy deseoso de implicarse en los cambios previstos. A pesar de ello se consiguieron algunos avances. Existía una buena relación personal entre Francisco Ramos, Secretario de Estado para la Administración Pública y José Borrell Secretario de Estado de Hacienda y esto facilitó el acuerdo entre ambos Ministerios del que salió una Ley que los enterados conocen por su número como la “Ley 30/84”. En este texto se plasmaban los principios de la nueva política de personal: retribución ligada al puesto ocupado y no al cuerpo de pertenencia – o como decía muy gráficamente Borrell “ se cobra por lo que se hace y no por lo que se es “; ausencia de plazas reservadas a los cuerpos; establecimiento de una carrera administrativa otorgando a cada funcionario un grado personal; clasificación de puestos en niveles y necesidad de la posesión de un determinado grado para la ocupación de los puestos de trabajo. Por otra parte la ley pretendía ser de aplicación a todos los colectivos que prestaban servicio en la Administración pública y centralizaba la gestión de personal en los Ministerios de Hacienda y de la Presidencia.

Es evidente que la Ley 30/84 supuso un avance importante y que muchas de sus disposiciones se aplicaron y continúan en vigor. Quizá lo que resultó fallido fue el intento de abarcar demasiadas cosas y todas ellas a la vez. Esto hizo imposible que se pudieran poner en vigor alguna de las materias reguladas por esta norma. En palabras de un estudioso del Derecho Administrativo al valorarla, la Ley 30/1984 contenía las ideas que se habían venido manejando por los expertos desde los años setenta. Lo que a este catedrático le resultaba sorprendente era ver todos estas propuestas “juntas y en el Boletín Oficial del Estado”.

La tramitación parlamentaria del texto legal resulto muy laboriosa. Una gran parte de los diputados, y la mayoría de los de la oposición eran funcionarios públicos. Todo funcionario cree, por definición, ser un experto en las materias que afectan a su carrera, y si es diputado tiende a prestar particular atención a aquellas cuestiones que le afectan personalmente. Así las discusiones fueron tediosas y difíciles. Se intentó un acuerdo con Alianza Popular, lo que hubiera resultado muy beneficioso, pero en última instancia esto no fue posible[1] y las medidas salieron adelante apoyadas únicamente por los votos del Partido Socialista.

El origen de las desventuras de la Ley 30/1984 está, en mi opinión, en el peculiar procedimiento de elaboración que se seguía, y que me temo continua vigente en la Administración Pública española, para la confección de las normas legales. Carecemos de los estudios y análisis previos  que garanticen su aplicabilidad. No disponemos aquí de instrumentos como los libros verdes, o de cualquier otro color, en que el gobierno de turno presenta sus propuestas y espera a haber recibido toda clase de objeciones antes de redactar un proyecto de ley. Tampoco gozamos de la tradición de aplicar las medidas con carácter provisional mediante “experiencias piloto” que permitan valorar el funcionamiento del la norma. Nada de esto era habitual en el procedimiento de elaboración de normas en 1982. Si lo hubiera sido probablemente la Ley hubiera tenido un destino diferente. De todas estas cosas no cabe culpar particularmente al equipo que la elaboró, porque lo cierto es que en todos los ministerios se actuaba de manera semejante. Las técnicas que ahora constituyen el llamado “Análisis de impacto de las normas” eran entonces totalmente desconocidas entre nosotros y mucho me temo que en estos momentos, aún teniendo noticia de ellas, se utilicen escasamente. Las leyes entonces vigentes que regulaban la elaboración de normas  se limitaban a prescribir la necesidad de que estas fueran acompañadas de una memoria que justificase su “acierto y necesidad”. No había ningún desarrollo normativo que precisase  como se determinaba la necesidad ni en que consistía el acierto y que estudios hubiesen de realizarse para garantizar tan razonables características[2] .
Ocurre que la legislación sobre función pública es especialmente sensible a la ausencia de información y la falta de datos previos origina que en muchas ocasiones la norma aprobada sea imposible de cumplir. Esto se hizo patente en la Ley 30/1984 pero también en todas las anteriores. La tradición habitual en España ha consistido en que sucesivas Leyes de Presupuestos suspendiesen año, tras año la vigencia de aquellos preceptos que resultaban inaplicables.

No obstante hay que reconocer que se implantó el nuevo sistema de retribuciones en un plazo relativamente breve. Se clasificaron varias docenas de miles de puestos de trabajo asignando un valor salarial a cada uno de ellos. Aquella rápida operación fue posible porque se implicó en ella a fondo el Ministerio de Economía y Hacienda que disponía de gran cantidad de recursos para dedicar a esta tarea. De este modo, y por primera vez en la historia de nuestra función pública se conocieron los sueldos de los funcionarios, aumentando de este modo la transparencia.

A nuestra llegada al Ministerio para las Administraciones Públicas se habían desarrollado los acontecimientos de tal modo, que no nos fue difícil alcanzar las siguientes conclusiones: primero, que la Ley 30/1984 requería ser reformada para resultar aplicable y segundo, que para mejorar el funcionamiento de los servicios era necesario algo mas que actuar sobre la política de personal.

Hay que explicar que el nombramiento de Almunia y el mío cayeron como una bomba entre los altos funcionarios de la Secretaría de Estado que habían diseñado las primeras reformas. Almunia no era funcionario y en mi caso que sí lo era,  no pertenecía al Cuerpo de Administradores Civiles  del que tradicionalmente solían ser miembros los anteriores secretarios de estado. Podría decirse que se nos recibió con una cierta expectación no libre de bastante aprensión acerca de las ideas que pudiésemos traer con nosotros. A esto se unía el que cuando se produce un cambio de ministro todos los altos cargos quedan en una situación precaria hasta que son mantenidos en su puesto o cesados. Esta era y por desgracia me temo sigue siendo, incluso agravada,  una característica de la Administración Española. Esta inestabilidad ocurre incluso cuando el cambio se produce dentro del mismo partido, porque se supone que el ministro entrante  tendrá sus compromisos o querrá colocar gente de su confianza. La verdad es que tanto en el caso de Almunia como en el mío no teníamos tales urgencias y preferimos esperar hasta conocer como funcionaban las cosas. Por tanto y como se dice en la jerga administrativa “confirmamos” a los Directores Generales y yo les hice, a los que de mí dependían grandes ponderaciones sobre su profesionalidad y los buenos resultados que de ellos se esperaban, lo que les hizo sentirse muy aliviados. Hago notar que prácticamente ninguno de ellos tenía especial significación política ni estaba afiliado al Partido Socialista.

Mi primera preocupación consistió, como ya he apuntado, en tratar de buscar remedio a los problemas detectados. Enseguida se puso en marcha la solución para resolver los problemas prácticos de la Ley 30/1984. El remedio  consistió en la elaboración de un nuevo texto que derogaba aquellas cuestiones de imposible cumplimiento y flexibilizaba el modo de proveer de puestos de trabajo.

Por lo que se refiere a la mejora en el funcionamiento de los servicios, me esforcé en reunir la mayor cantidad de información posible sobre la marcha de los mismos para de este modo, conocidas las causas de los problemas poder actuar para resolverlos. Estaba yo convencido de que constituía un grave error plantear las reformas como si se tratase de una operación global a realizar de una sola vez y cuya aplicación haría desaparecer los inconvenientes como por encanto. En lugar de eso decidí analizar algunas áreas concretas de acción administrativa, precisamente aquellas que tenían más incidencia en las prestaciones y servicios demandados por los ciudadanos.

De estas reflexiones  a las que colaboró con entusiasmo Javier Valero, Director de la Inspección de Servicios, surgieron las llamadas Inspecciones Operativas de Servicios o IOS. Las IOS consistían en analizar, conjuntamente con los funcionarios responsables, los procedimientos utilizados. Se medían los tiempos empleados en resolver los asuntos, se evaluaban costes y se proponían cambios que mejorasen ambas cuestiones. Intentábamos algo parecido a lo que luego se ha llamado re-ingeniería de los procesos. En nuestro trabajo sufrimos algunas limitaciones y no pocas interferencias. Los Interventores de Hacienda defendían celosamente las parcelas de su competencia y consideraban una intolerable invasión de las mismas el hecho de que otros funcionarios pretendieran conocer el coste de la prestación de los diferentes servicios. Podría escribir páginas y páginas sobre las interminables discusiones y pérdidas de tiempo que hube de soportar por todas estas luchas burocráticas. A mí me era absolutamente indiferente    que Cuerpo realizase las tareas con tal de que éstas efectivamente se ejecutasen. Con todo, conseguimos realizar un buen número de IOS y muchas de ellas sirvieron para que los ministerios y servicios afectados mejoraran sus modos de actuar, simplificando el papeleo y reduciendo considerablemente los tiempos empleados en resolver los expedientes.

Buscamos también información sobre las actividades que se estaban llevando a la práctica en otros países en materia de reformas administrativas. En aquellos años comenzaban a ensayarse programas inspirados en las ideas  que han dado lugar años después a la llamada “Teoría de la Nueva Gestión Pública”[3]. Estas actuaciones  tenían como propósito dar respuesta a las ineficacias detectadas en el funcionamiento del sector público con el objetivo final de reducir el gasto. El país mas avanzado en la materia era entonces en Europa Gran Bretaña, que había puesto en marcha un ambicioso proyecto de cambio administrativo impulsado directamente por la ministra Margaret Thatcher. Esto último no era precisamente una buena tarjeta de visita para tratar de aplicar aquellas ideas en España. El conservadurismo británico era para nosotros, los socialistas españoles, una especie de “bestia negra” de la que era necesario alejarse lo más posible.

Sin embargo las ideas de la Nueva Gestión Pública en que se fundamentaban las reformas conservadoras tenían la virtualidad de que podían ser utilizadas con cualquier propósito político. Reducir el coste en la prestación de los servicios podía implicar o bien proporcionar los mismos servicios empleando menos recursos, o bien con idéntico gasto suministrar más y mejores prestaciones. Ni que decir tiene que este último era el enfoque que podía ser válido para España en aquellos momentos. Además se daba la circunstancia de que los socialdemócratas suecos también aplicaban desde su gobierno las técnicas de la Nueva Gestión Pública lo cual compensaba la mala prensa que le proporcionaban sus antecedentes “thatcherianos”.

A mí estas prácticas me parecían aplicables a nuestra realidad administrativa  aunque era bien consciente de las dificultades que ello encerraba. La mayor parte de nuestros altos funcionarios tenían una excelente formación en Derecho Administrativo – una gran mayoría licenciados en derecho – y todo lo que suene a gestión privada les producía aprensión y su primera reacción era considerarlo de escasa  aplicación al ámbito de lo público. Este era el ambiente general con el que yo tropecé con alguna que otra excepción.

Para facilitar el arraigo de las nuevas ideas hube de realizar un cambio en mi equipo,  incorporando a Angel Martín Acebes, quien por su talante gestor y su formación como economista, era partidario de los nuevos modos de actuar.
Iniciamos el proceso de cambio trazando un plan que consistía en dedicar un periodo de tiempo a la reflexión y a la elaboración de propuestas de cambio. Una vez que hubimos alcanzado un acuerdo entre mis colaboradores, procedimos a plasmar en un documento las conclusiones resultantes con la pretensión de difundirlas lo mas ampliamente posible entre los directores y subdirectores generales,  a los que comenzábamos a llamar “directivos públicos”.   Nuestro propósito consistía conocer sus opiniones e incorporar sus observaciones. Tras este proceso vendría la redacción final de un conjunto de propuestas de cambio que serían presentadas a los sindicatos, asociaciones profesionales y de consumidores y partidos políticos, es decir a lo que en inglés se denomina “stakeholders” y que en castellano puede designarse con la tradicional expresión de “los interesados”. La intención era obtener el máximo consenso posible que arrojase como resultado que los cambios fueran apoyados por el mayor número de sectores. Junto a este  soporte queríamos suscitar un debate público sobre estas materias que contribuyese  a acercar el conocimiento de  la Administración a los ciudadanos. Una vez alcanzados estos objetivos, sería el momento de comenzar a poner en practica programas de cambio en sectores estratégicos que sirviesen de ejemplo y demostrasen que, en efecto, la aplicación de las nuevas ideas podía conducir a resultados positivos.

Se elaboró un trabajo que titulamos “Reflexiones para la modernización de la Administración”. Iniciamos su difusión con unas jornadas para presentar las nuevas propuestas a todos los subsecretarios y secretarios de estado. Los convocamos a todos en el castillo de Las Navas del Marqués en la provincia de Avila y tuvimos un éxito de asistencia muy notable. Intervinimos presentando el documento el ministro Almunia y yo mismo realizando consideraciones generales sobre la oportunidad de planteado y las grandes líneas de su contenido. Después, los directores generales de mi equipo explicaron con detalle los diferentes capítulos. A pesar de algunos nervios iniciales las cosas se desarrollaron a plena satisfacción. Las conclusiones de los asistentes resaltaron el interés que les merecían nuestras ideas y propuestas, y la necesidad de seguir profundizando en las mismas.

El apoyo, no obstante, no fue uniforme. Aquellos que tenían responsabilidades de gestión y que eran conscientes de no ejercitar ésta con toda la eficacia necesaria, fueron los mas decididos partidarios. Por lo que se refiere al importante Ministerio de Economía y Hacienda, existía una clara división de opiniones. Los responsables de la gestión de los impuestos eran abiertamente favorables, mientras que los que dirigían el control interno o  la elaboración de los Presupuestos Generales del Estado se mostraron  bastante reticentes. Tomamos cuidadosa nota de todo lo que allí se dijo y sucedió y procuramos por todos los medios ganar adeptos para las nuevas ideas en las reuniones informales que mantuvimos durante el fin de semana con los participantes. Aquellos que se manifestaban más accesibles y comprensivos, quedaron automáticamente clasificados como clientes para futuras experiencias piloto de reforma.

Una vez dado este paso decidimos presentar el documento a los aproximadamente  trescientos directores generales de la Administración a los gobernadores y delegados del gobierno y a los consejeros de las comunidades autónomas. Puede decirse que todos los viernes durante varios meses actuábamos ante un público diferente. Yo asistí a todas las reuniones, con lo que llegue  a aprenderme el contenido de las intervenciones de mis directores casi de memoria. Sabía perfectamente el momento en que emplearían determinados efectos  que parecían improvisados y que sin embargo llevaban tras de sí muchas horas de trabajo.

Uno de los encuentros más interesantes fue el que celebramos con los diputados de la Comisión de Administraciones Públicas. Quedaron muy extrañados cuando les propusimos celebrar el encuentro, ya que no eran habituales por entonces este tipo de sesiones informativas fuera de las constricciones del Reglamento de la Cámara. Nosotros pretendíamos que nuestros proyectos de modernización concitasen el más amplio apoyo posible y sobre todo que quedasen despojados de todo matiz partidista. Tengo que reconocer honradamente que en esto último tuvimos muy poco éxito. Los diputados de Alianza Popular carecían de ideas definidas acerca de cómo convenía actuar para mejorar el funcionamiento de los servicios públicos. De hecho  solo manejaban dos ideas en sus críticas. Una de ellas tenía que ver con la eterna polémica sobre el modo de cubrir los puestos en las administraciones. Según la normativa vigente, esto podía hacerse o por concurso o por libre designación, todo ello entre personas que tenían necesariamente que gozar de la condición de funcionarios. Alianza Popular manejaba esta cuestión con una cierta mala fe dejando entrever que los socialistas utilizábamos el procedimiento de libre designación para colocar a nuestros amigos políticos e insinuando que todo aquello era un modo de practicar el clientelismo.

Nosotros nos desgañitábamos negando en absoluto la veracidad de tales imputaciones  afirmando que todos los nombramientos se producían a favor de funcionarios en ejercicio e ingresados por oposición, y que por otra parte estábamos utilizando el procedimiento del concurso en una proporción mucho mayor que en cualquier otra época.

Otro de los asuntos que parecía preocupar enormemente a los populares era la supuesta inflación de altos cargos que se había producido desde el advenimiento del gobierno socialista. Tampoco en esto tenía razón la oposición. El pretendido aumento tenia origen en la aplicación del nuevo sistema de retribuciones y lo que el Partido Popular consideraba como altos cargos no eran otra cosa que altos funcionarios de carrera que habían ajustado sus retribuciones en función del puesto ocupado. Esta circunstancia había traído consigo algunos reajustes orgánicos con el fin de evitar mermas salariales importantes.

Tengo que señalar, no sin cierta interna satisfacción que el Partido Popular, cuando llego al gobierno, no solo no resolvió estos pretendidos defectos sino más bien todo lo contrario. Aumentó el número de los nombrados por libre designación utilizando este procedimiento para purgar a excelentes profesionales cuyo único pecado había consistido en actuar, cumpliendo con la Constitución, asistiendo al gobierno democráticamente elegido. En su lugar fueron colocados funcionarios en buena sintonía política con los populares. En cuanto a los altos cargos, no solo fue abandonada la absurda promesa electoral de reducir su número en cinco mil, sino que fueron creados varios cientos más. El entonces  ministro del ramo, Rajoy, hubo de reconocer abiertamente que se habían equivocado cuando estaban en la oposición. Equivocados o no es el caso que la actitud de AP impidió cualquier tipo de consenso entre los partidos orientado a mejorar el funcionamiento administrativo lo cual sin duda constituyó u error notable. Disponer de una administración moderna y eficaz es uno de esos empeños que forman parte de lo que suele llamarse política de Estado. Este es el único modo de evitar que los puestos públicos se conviertan en patrimonio privado de los partidos de turno, lo que independientemente de producir efectos perniciosos en la moral general del país impide la debida continuidad de los trabajos iniciados, que deben partir de cero con cada cambio de gobierno.
Además de las presentaciones del documento, realizamos un estudio Delphi para averiguar los puntos de vista  de mas de doscientos expertos en gestión pública. Las conclusiones de este estudio fueron muy bien recibidas, y pasados los años lo he visto citado en varios artículos publicados fuera de España.[4]
Una vez realizadas todas las reuniones y recogidos los puntos de vista que se expresaron en ellas, procedimos a la publicación de un documento que recogía una versión enriquecida de las propuestas originales. Este texto aunque no tenía carácter definitivo, constituía un punto de partida con un elevado grado de elaboración para respaldar el inicio de las actividades de modernización.

Decidimos comenzar los trabajos mediante la aplicación de los principios modernizadores a casos concretos y puntuales de modo que las experiencias obtenidas pudiesen servir de ejemplo e hicieran posible un desarrollo posterior que abarcase la mayor parte de los organismos públicos. Una parte muy importante de nuestra filosofía consistía en dotar a los gestores de la independencia suficiente para que pudieran cumplir con sus objetivos. Para ello tanto el Ministerio de Hacienda como el de Administraciones Públicas debíamos renunciar a algunas de nuestras competencias de control y poner su ejecución en manos de los directivos de los organismos descentralizados. Esta pérdida de intervenciones burocráticas despertó algunas reticencias, pero  se aceptó por parte del Ministerio de Hacienda  en determinados casos. De ellos el más importante se tradujo en la creación de la Agencia Tributaria. Del mismo modo se llegó a un acuerdo para aplicar las técnicas modernizadoras a las áreas de Correos y Turismo.

A pesar de este apoyo parcial, el avance en la dirección de la “Nueva Gestión Pública”  se enfrentaba a  grandes dificultades por la gran resistencia que apareció a la hora de transferir competencias a los gestores. Tantas fueron estas trabas y tan significativos los retrasos que Juan Manuel Eguiagaray que sustituyó a Joaquín Almunia como Ministro para las Administraciones Públicas decidió cambiar el enfoque de las reformas  concentrando el esfuerzo modernizador más en la mejora de procedimientos particulares que en los cambios en los mecanismos de gestión de los recursos humanos o financieros. Aunque se consiguieron algunas mejoras interesantes en el funcionamiento de determinados servicios,  los programas perdieron impulso y terminaron agotándose.

Merece la pena dedicar un poco de tiempo a explorar las razones por las cuales unas ideas, con las que todo el mundo estaba teóricamente de acuerdo tuvieron un éxito tan relativo, por decirlo de una manera suave. Para ello hay que fijar la atención en dos circunstancias. La primera fue la aparición de los escándalos de corrupción administrativa en la contratación de obras, especialmente los episodios protagonizados por el entonces Director General de la Guardia Civil Luis Roldán. Estos hechos dieron lugar a la aprobación de una nueva normativa sobre contratos centrada sobre todo en impedir cualquier posible mal uso de los fondos públicos aún a costa de introducir un gran número de rigideces formales del todo contrarias a los principios modernizadores. En segundo lugar el proceso de cambio no recibió todo el apoyo político necesario desde las altas instancias del gobierno. La verdad es que en aquellos años éstas comenzaban a estar inmersas en problemas harto mas acuciadores: huelga general del 14 de diciembre de 1988, corrupción administrativa y la pretensión de achacar al gobierno la responsabilidad por  las acciones de guerra sucia contra ETA llevadas a cabo años atrás. Todo ello impidió la necesaria dedicación a una tarea de gestión que por su carácter de normal y rutinaria resultaba bastante insólita en aquellos difíciles tiempos a los que me referiré en capítulos posteriores.

De este modo se disolvió el ímpetu inicial de los cambios propuestos. Lo cierto es que a pesar de que en España pasó casi desapercibido, la mayoría de los países de la OCDE emprendieron reformas en la línea de los contenidos del documento “Reflexiones para la modernización de la Administración” cuyas ideas pueden equipararse a lo que posteriormente se ha definido como un nuevo paradigma de la gestión de los asuntos públicos. Nosotros en ningún momento fuimos conscientes de estar participando en una operación de tan enorme trascendencia, pero si pensábamos, y en mi caso mantengo  la misma opinión, que de la aplicación de aquellos principios podían surgir soluciones para alguno de los problemas de ineficacia administrativa  que todavía a comienzos del siglo XXI sigue arrastrando nuestra gestión pública.
No puedo evitar sentir una cierta nostalgia cuando examino artículos escritos por estudiosos de otros países y encuentro referencias al intento que emprendimos en España y que aparece citado con alguna frecuencia. Considero que aquella fue una ocasión perdida que algún día deberíamos intentar llevar  a buen fin.














[1] A pesar de los esfuerzos que realizaron Justo Zambrana por el PSOE y Miguel Herrero por AP
[2] Por cierto que el  posterior gobierno del PP desperdició una magnífica ocasión de modernizar el proceso de elaboración de normas, limitándose en la nueva Ley que hizo aprobar, a repetir prácticamente lo expresado por la añeja Ley de Procedimiento Administrativo
[3] Conocida por la expresión inglesa “New Public Management”
[4] Los documentos elaborados por el posterior gobierno del PP hicieron frecuente uso de las conclusiones de este estudio